¿Mala suerte? ¡Buena suerte!
Es un momento histórico. Wolfgang
Ni confetis, ni música, ni grandes ovaciones. Probablemente tampoco aplaudió nadie cuando el
Y es que rozar el palo no es gol. Es cierto. Pero al mismo tiempo es un gran error interpretar siempre ese «casi» como algo negativo. Evidentemente, nadie va a celebrar no haber acertado en la lotería porque resulta que al final, por muy complejos y profundos motivos, escogió el 31 en detrimento del 32 y terminó decidiéndose por el 9 en vez de por el 8 porque coincidía con la fecha de cumpleaños de alguien. Al fin y al cabo, no importa lo cerca o lejos que pasara el balón del palo. Es como perder el tren: si lo has perdido, lo has perdido, y es irrelevante si has llegado 10 segundos, 10 minutos o 10 horas tarde.
La vida en una vitrina
Lo que significa para un coche pasarse toda la vida encerrado en una vitrina de cristal es algo que se puede apreciar muy bien en la mítica película de los ochenta Todo en un día. Ferris Bueller, el inolvidable adolescente que decide saltarse las clases, tiene un amigo llamado Cameron cuyo padre posee un –ejem– Ferrari 250 GT California Spyder, un monstruo de 500 CV que no utiliza nunca y que guarda como oro en paño en un pabellón de grandes ventanales, como en una especie de celda de lujo. Allí acude diariamente a sacarle brillo hasta que, un buen día, Ferris y Cameron toman «prestado» el automóvil y lo ponen, por fin, donde le corresponde: en la carretera. Vale que al final el automóvil acaba destrozado, pero después de haber pisado al menos una vez el asfalto. Por fin ha podido ser un coche, y, como tal, aspirar a algo más que a convertirse en una reluciente imagen, un número abstracto.
Quedarse a las puertas de la gran cifra te deja fuera de la vitrina, pero a cambio te obsequia con la libertad. Por ello, ser el nº 999.999 es en realidad una gran suerte. El nº 1.000.000 es la pieza de museo, el objeto de coleccionista, la inversión en una subasta. Nº 999.999, tú eres el maravilloso automóvil infravalorado que, con inteligente humildad, escapará a la vorágine y disfrutará de una vida en libertad, la de verdad.
La desenvoltura del libertino
Puede que quedar segundo no sea plato de gusto para quien había ido a ganar. Sin embargo, renunciar a un poco de fama puede ser mejor de lo que parece si a cambio podemos disfrutar de la despreocupación. Quien haya visto alguna vez Operación Triunfo sabe que muchas veces los concursantes que quedan segundos consiguen labrarse una carrera profesional mucho más exitosa que la del ganador. Pensemos en Manuel Carrasco, o en Rosa de OT1. ¿Acaso alguien puede tararear una sola de sus canciones? ¿Pero en cambio de David Bisbal tal vez sí? Y si Operación Triunfo le resulta a alguien un ejemplo demasiado banal, he aquí la misma idea en palabras de Shakespeare: «Inquieta vive la cabeza que lleva una corona / complaciente y relajado, quien habita a su sombra». Esta es la razón por la que –por seguir con el ejemplo de las coronas– más de uno y más de dos preferirían ser Harry de Inglaterra antes que Guillermo.
Todas esas terribles y asfixiantes expectativas puestas en el número uno pesan sobre sus hombros como una fatigosa losa. Y son la razón por la que las fiestas de Nochevieja siempre resultan peores y más forzadas que esas otras noches en las que uno sale porque le apetece. Lo mismo pasa con la obsesión por celebrar los cumpleaños de fechas señaladas: con demasiada frecuencia se terminan convirtiendo en encorsetadas veladas en las que no se deja espacio a la espontaneidad. Nada que ver con esas fiestas desenfadadas y gamberras de cuando cumples 29, 39 o 49, justo antes del supuesto gran número. Porque a menudo el cero provoca una exaltación entre los invitados que acaba desembocando en discursos exagerados, en permanentes preguntas acerca de cómo se siente uno, qué planes se tienen o qué ha cambiado con el cambio de década. Ahí las tenemos de nuevo: la agobiante presión y la extenuante parafernalia.
La vida no es un número redondo, y pocas veces ofrece un escenario perfecto. La vida tiene abolladuras, números impares y muchos balones que se empotran contra el palo. A veces la carretera te da una buena sacudida. Pero es que un coche no se construye para acabar en un museo donde le quiten el polvo a diario, sino para aprovechar al máximo esa vida deliciosamente irregular e imprevisible en cualquier lugar maravilloso del mundo. En el caso del
Texto Anja Rützel
Fotografía Heiko Simayer
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Un millón de nueveonces
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