Aromaterapia
Una fragante alfombra de flores, árboles, musgo y mar en el opulento jardín del edén de la Garden Route. La perfumista parisina Alexandra Carlin busca la inspiración en Suráfrica. Conoce más de mil olores y sus creaciones amplían año tras año el universo de los aromas.
Una última mirada al mar. Por última vez descalza sobre la tarima de madera, el viaje está llegando a su fin. Y entonces llega el momento que Alexandra Carlin había estado esperando durante tanto tiempo. Hace un momento estaba haciendo la maleta, cargada de ropa francesa e impresiones surafricanas, dispuesta a volar de regreso a su ciudad natal, París, y entonces, de repente, casi no puede creer el olor que percibe su olfato. Flota en el aire como un aroma dulzón y pegajoso, suave y al mismo tiempo estimulante. Se abre paso entre la pared de la casa y la verja del jardín a través de arbustos salvajes, protegiéndose el rostro con las manos. Las abejas silvestres ya lo han descubierto: una cyclopia. Un arbusto que únicamente crece en Suráfrica y cuyas flores amarillas se utilizan para hacer infusiones. Se queda atónita. Ha estado días y días buscando esta planta exótica en la Garden Route, y la tenía al lado, en el jardín del chalet en el que estaba alojada.
Alexandra Carlin, de 36 años, trabaja desde hace nueve para Symrise, una empresa líder en el mundo dedicada a elaborar aromas y sabores. En 2011 obtuvo el certificado de perfumista, y desde entonces se dedica a la creación de aromas, muchos de ellos para el mercado internacional. Algunos bajo demanda, otros de libre creación, pero todos de buen grado: «Algunos clientes quieren demasiados olores en su perfume, lo que hace que la composición sea inquieta. Entonces tengo que descubrir qué olor puedo sustraer», dice Carlin, que trabaja simultáneamente con hasta 200 aromas. El oficio lo aprendió en la escuela del perfume ISIPCA en Versalles y en la alemana Holzminden, donde la empresa tiene una escuela propia. Además profundizó sus conocimientos con un maestro perfumero de Grasse, la capital mundial del perfume en el sur de Francia, donde ya entrenó el sentido del olfato Jean-Baptiste Grenouille en el El Perfume de Patrick Süskind. En realidad quería ser escritora, llegar a las personas a través de la palabra. «Pero a los 18 años escuché en la radio a unos perfumistas hablando sobre su profesión y de repente me di cuenta de que este iba a ser el trabajo de mi vida». ¿Y qué se aprende en la universidad del perfume? ¿A oler? «Sí. Tanto tiempo como sea necesario hasta ser capaz de desbrozar los olores en sus distintos componentes y dosificar los ingredientes».
Un talento muy especial que hay que mejorar día a día, pues todo el mundo puede aprender cuáles son las materias primas de un perfume, de eso está segura. Es una cuestión de tiempo. «Pero componer un perfume es un reto totalmente distinto. Hay que aprender a llegar a las personas, dar con el aroma exacto que conquiste sus corazones. Es como escribir una historia, pero sin palabras».
Carlin viste una camiseta blanca, y los estrechos vaqueros negros dejan adivinar unas piernas bien moduladas. En el pasado compitió con éxito en triple salto y cien metros lisos. El pañuelo de seda de colores ondea en el viento junto con el cabello castaño claro. Su rostro es fino y claro, con algunas pecas que le cruzan la nariz. Le brillan los ojos, de color castaño. Frota una hoja verde oscuro entre el pulgar y el índice, absorbe con las manos la estructura de la planta, cierra los ojos y dice: «Ahora tengo que volver a romper normas, ignorar tópicos y ser imparcial. Tengo que pensar en todo menos en plantas, pues si no me faltarán las imágenes correctas». Unos minutos más tarde está segura de que la hoja huele a carne de carnero sobre una barbacoa de carbón, un punto demasiado humeada pero tiernamente arropada con granos de pimienta. No tiene que esforzarse demasiado para definir en palabras los aromas, solo necesita tener la mente despejada: «Me inspiro en los viajes, en el conocimiento de nuevas culturas, pero también en novelas, exposiciones y la música. Todo ello me sensibiliza. Y de estas sensaciones surgen mis historias». Envasadas en un frasco.
En el universo aromático de esta francesa faltaba todavía Suráfrica. Es un país perfecto para respirar naturaleza, hurgar en las cortezas de los árboles, acariciar la hierba y oler las flores. Carlin tampoco se echa atrás ante una maraña de pelos de lobo que ha quedado enredada en una alambrada. Acerca la nariz a la barandilla del puente de Tsitsikamma, a la arena de la playa de Wilderness, a cables de acero y a los asientos del automóvil. Al paso adivina qué perfume lleva la camarera y reconoce el champú de la fotógrafa. A la primera inhalación se enamora del
Guarda silencio mientras baja de las montañas del Paso de Franschhoek. Un pequeño y solitario quiosco de comida al borde de la carretera rompe la armonía del panorama. Tienen tostadas, se ríe y nos cuenta: «De pequeña, al salir del colegio, iba a menudo a casa de mi abuela. En los últimos 100 metros ya percibía de lejos un aroma dulzón y ligeramente tostado a brioche. Entonces sabía que mi abuela había estado horneando y me tranquilizaba saber que aún vivía». Este es el olor que más grabado le ha quedado.
En la actualidad lo que más le gusta oler es vetiver, una gramínea tropical procedente de Asia. «Me evoca muchas imágenes. Huele como a humo y madera, a cacahuetes y pomelo a la vez». Pero en la vida de Carlin también hay olores que la acompañan hasta en los peores sueños. Le gustaría olvidarlos, pero no es tan fácil. El olor de las estaciones de metro descuidadas es una de estas pesadillas: la mezcla de basura, cerveza derramada y gente sin casa o con prisas.
El
Nos cuenta que todas las composiciones aromáticas pueden clasificarse en una pirámide de tres fases de olores. La nota de salida es la primera que se percibe, pero también la que se desvanece más rápidamente. La nota media, el principal componente de un perfume, se conserva más tiempo y es la que penetra mejor en la estructura de la piel. La nota base es la que se adapta individualmente a la piel de cada uno, desarrollando una nota aromática propia para cada persona. Carlin toma un chai latte y anota las impresiones en su cuaderno. Para acordarse, cierra los ojos e intenta rememorar los aromas, expresarlos en palabras y guardarlos de nuevo en la memoria. De vez en cuando toma un sorbo de agua. En los tours que emprende para inspirarse lleva siempre agua consigo. La botella está siempre en el bolso, junto a una camiseta que su compañero llevó puesta durante toda una noche. Huele a Thomas. Y cierra los ojos, como cuando se conocieron hace unos años. Le gustaría regresar con él. Suráfrica le ha cautivado. ¿Es como se la había imaginado? «Tenía muchas imágenes y muchos aromas en la cabeza. Mi cadena de asociaciones era: el continente más viejo, el inicio del mundo, frutos, tierra roja, grandes fieras y big bang. Sensual y al mismo tiempo animal, con olor a miel, a libertad e infinito, a rooibos y a humo».
En sus pensamientos todo era de color rojo. «Pero en realidad es verde». El paisaje es muy variado. Imposible no enamorarse de él. Costas de agrestes acantilados y playas solitarias se alternan con el olor de las proteas. De repente entramos en un oscuro bosque con mañíos gigantes cuyas flexibles ramas golpean suavemente el techo del
Cierra el bloc de notas y explica que hay otras posibilidades de retener olores, por ejemplo con la alta tecnología llamada headspace. «Se trata de un aparato que toma muestras de una planta viva. En él se desmenuzan los diferentes aromas en partes más pequeñas, y al final se obtiene una especie de esquema de los componentes químicos, que luego se pueden imitar en el laboratorio». Pero Carlin solo ha empleado sus sentidos, expresando los olores con palabras. Su última anotación la dedica a la cyclopia: «Huele como la libertad en el corazón».
Texto Christina Rahmes
Fotografía Petra Sagnak