Highland Society
El paisaje: majestuoso. El techo, abierto. La salida, un sueño.
No nos fue nada fácil encontrar a nuestra acompañante. Consiguió la fama en 1955 cuando fue expuesta en el Earls Court Motor Show de Londres, y desde hace 20 años es propiedad de una familia de Jersey. El día en que comienza nuestro recorrido, el pequeño bólido negro celebra su 60º aniversario. No obstante, el 356
Me costó una buena labor de persuasión obtener prestada esta joya para hacer una salida con motivo de su aniversario. Su propietario habla del vehículo como «she», con lo que deja claro que su relación con «ella» es mucho más estrecha que con cualquier medio de transporte habitual. Pero cuando le explico mi proyecto de emprender con «ella» un viaje extraordinario a Escocia y de revivir con «ella» la época dorada de los años cincuenta, finalmente accede. Aunque con una condición: «Cuando vuelva, que tenga un nombre». Sabe que me gusta dar nombre a mis automóviles: «Trato hecho», respondo.
Yo misma viví algunos años en Inglaterra, y mucho de lo que aprendí sobre los británicos –las buenas maneras, la ironía y el amor por el automóvil– me lo enseñó mi viejo amigo Freddie. Nadie podría acercarme a la Escocia rural mejor que él, que incluso hoy sigue vistiendo su intemporal tweed con un elegante pañuelo en el bolsillo.
Nuestra primera etapa comienza en el lago Lomond en dirección hacia el norte, pasando por el Parque Nacional de los Trossachs y continuando hacia las Tierras Altas. Es un país árido, pero lleno de elegancia. Los brezos, en inglés heather, confieren a las turberas altas su típica tonalidad marrón-violeta, y los tonos verde-grisáceos del paisaje, junto al cielo cubierto, hacen destacar espectacularmente los pocos colores. Entre las oscuras nubes, de vez en cuando un rayo de sol se refleja en los cráteres de las cordilleras inundando en un verde claro pequeños pedazos de pradera, como si Dios, desde el cielo, estuviera contemplando en ese momento esta tierra inmensa y solitaria. En Escocia suelen coincidir las cuatro estaciones del año en un mismo día, explica Freddie, nunca sabes lo que te espera. Perfecto para un speedster, pienso, y de repente se me ocurre con qué nombre «la» voy a bautizar: Lady Misty, la dama de la niebla.
Las sinuosas carreteras de las Tierras Altas escocesas nos demuestran que Lady Misty no ha perdido nada de su energía juvenil. Es el deportivo con el que siempre he soñado. Tener en las manos el gran volante redondo de madera y circular por el majestuoso paisaje con la capota abierta y el cabello al aire me provoca unas sensaciones que nunca olvidaré. Grand –sublime– es la palabra inglesa que se me ocurre espontáneamente.
Para mi sorpresa, antes de partir el propietario de Misty me ha pedido encarecidamente que le dé un buen meneo al automóvil. «Nada de miramientos», me había advertido, lo que pide este automóvil no son caricias, sino mano dura. Y efectivamente, de vez en cuando hace falta un doble embrague o un resuelto apretón del acelerador para que la Lady conserve el buen humor. Es sorprendente lo que todavía da de sí esta dama de 60 años. Incluso a unas ágiles 70 millas por hora (que equivale a más de 110 km/h) el motor de cuatro cilindros y 55 CV alcanza sin problemas las 4.500 revoluciones. Cuanto más veloz circula, más tranquila está. «No olvides que es un
Los escoceses tienen más palabras para describir la nieve que los inuits, y cientos de ellas para la lluvia, pero como por arte de magia a la mañana siguiente vuelve a hacer sol. A unos 30 kilómetros al sur de Pitlochry alcanzamos Stanley, una pequeña localidad a orillas del River Tay, el río más largo de Escocia y desde hace varias generaciones punto de encuentro para la pesca del salmón. Nuestro guarda Geordie nos espera de buen humor a primera hora de la mañana en una pequeña aldea ribereña que lleva el idílico nombre de Otterstones. Escocia es uno de los baluartes europeos de la nutria, un animal en peligro de extinción, pero puesto que no tiene enemigos naturales suele competir con los pescadores por el mismo tramo de río. Geordie fue llamado hace muchos años a juicio por haber disparado a una nutria. A lo que respondió, con su incomparable acento de las tierras altas: «No era una nutria, era una ardilla mojada». Desde hace 60 años Geordie viene a Otterstones y pesca todos los días en el mismo tramo del río. Son unos 25 metros. Seguro que conoce cada remolino y cada guijarro. Geordie tiene la cara roja y la piel curtida por el clima.
«There, ye git a nibble», exclama Geordie, y Freddie extiende el brazo para fijar el anzuelo en la boca del pez que acaba de mordisquear su cebo. Falsa alarma. «Ye lost ’em», comenta secamente Geordie. Ahora es mi turno. Mi primer intento es lamentable. «A wee bit more», dice Geordie con paciencia, un poco más de impulso. Vuelvo a lanzar el sedal hacia atrás, me detengo brevemente y tomo buen impulso para lanzar el anzuelo al ruidoso remolino que los salmones tienen que atravesar en su camino a sus puestos de desove. Antiguamente aquí solo venían los gentry, comenta el guarda. Los gentry son personas como él, explica Geordie con una media sonrisa señalando a Freddie, miembro de la nobleza rural. La Reina Victoria hizo popular la región entre la upper class. A la monarca le encantaban las Tierras Altas escocesas, donde en 1848 adquirió con su esposo, el Príncipe Alberto, el castillo de Balmoral, en el que la familia real había de pasar muchos veranos.
En el siglo XIX le siguió la elite del país, que prefería las montañas vírgenes a las chimeneas de carbón de las ciudades. Compraron casas de campo y grandes fincas, organizaron cacerías de faisán y urogallo para los familiares pudientes y descubrieron la pesca del salmón como deporte. Los guardas de las Tierras Altas eran expertos muy cotizados, ya que transmitían sus conocimientos sobre la zona y la fauna a los ricos visitantes que llegaban a Escocia a cazar y pescar.
Dejamos atrás las Tierras Altas y llegamos al condado de Angus, con su valle de Strathmore, famoso por la cría de bueyes y el castillo de Glamis Castle, antaño morada de Isabel, la Reina Madre, domicilio del Conde de Strathmore y Kinghorne y escenario del «Macbeth» de Shakespeare. La subida a Glamis es una recta avenida asfaltada de casi dos kilómetros, bordeada de robles centenarios. Al final aparece entre los árboles un castillo escocés que parece sacado de un libro de cuentos.
Nos recibe Simon Patrick Bowes Lyon, el 19º Conde de Strathmore y Kinghorne, señor de Glamis, sobrino bisnieto segundo de la Reina Madre y primo de tercer grado de la Reina Isabel II. La rimbombancia de sus predicados contrasta con la naturalidad de este hombre de 29 años, que se presenta a sí mismo como Sam. La historia de su familia está estrechamente ligada con la de Gran Bretaña. El castillo de Glamis es propiedad de la familia Bowes Lyon desde 1372. Su miembro más famoso del pasado más reciente es Isabel Bowes Lyon, más conocida como Reina Madre. La madre de la actual monarca británica creció en Glamis y en 1930 dio aquí a luz a su segunda hija, la Princesa Margarita. Más de 100.000 visitantes acuden cada año a conocer el imponente castillo. La legendaria fortaleza con sus 130 habitaciones es famosa por sus oscuros secretos y por los espíritus que se supone que de vez en cuando siguen haciendo acto de presencia.
En el castillo de Glamis no puede pernoctar cualquiera. Nuestra visita responde a una invitación del joven conde, que es un buen amigo de Freddie y alberga una oculta pasión por los automóviles. El cabeza de la familia Bowes Lyon es un petrolhead, como denominan los británicos a alguien que tiene gasolina en la sangre. Cuando nos montamos en el
El conde y la Lady se entienden a la primera. «That’s the most expensive Beetle I’ve ever driven», bromea Sam cuando como medida preventiva le nombro el valor del vehículo. Es difícil imaginar que el antiguo propietario de Misty la vendiera hace 40 años por solo 850 euros, cuando hoy ningún propietario se desprendería de ella por menos de 650.000 euros. Los coches históricos son muy valiosos para los británicos, que como es bien sabido son muy tradicionales y protegen apasionadamente su patrimonio. Quien haya estado alguna vez presente en las nobles subastas de automóviles de Bonhams y RM Sotheby’s habrá visto poner sobre la mesa cantidades de dinero inimaginables en otros mercados.
Pasamos por delante de la gate house con un atrevido rugido que suena escocés, y que el vigilante recibe con una mirada severa. Yo intento saludar como lo hacen los reyes. «Hay que mover la mano como si se estuviera desenroscando una bombilla», corrige el conde mostrándome el movimiento. Al final de la avenida tomamos un desvío en la pequeña localidad de Forfar y seguimos hacia el inmenso paisaje de colinas de Strathmore. Cuando, como hoy, hace buen tiempo, se puede divisar al norte Aberdeen, y al oeste la vista llega hasta las estribaciones de las Tierras Altas. Allá donde miremos hay campos, sembrados y praderas. Todo este territorio pertenece al conde: 6.680 hectáreas, para ser exactos, de las cuales 720 son bosques. Administrar la agricultura, los cotos de caza y el bosque comporta una gran responsabilidad y mucho trabajo. Sam se enfrenta a una importante misión y tiene grandes planes. Sueña con utilizar el terreno y el largo paseo para un festival del automóvil y del automovilismo. Su idea sería poder organizar una etapa de rally propia frente a la puerta del castillo, que el rugido de los motores penetrara hasta las estancias más apartadas y llenara cada rincón del castillo con su potente eco.
Por la noche nos reunimos en el gran drawing room, un deslumbrante e imponente salón de color rosé con un techo abovedado decorado con un elegante estuco blanco. Desde las paredes nos observan los antepasados del Earl of Strathmore and Kinghorne. En el centro hay dos largos divanes frente a una chimenea abierta en la que arde una gran hoguera de leña. A derecha e izquierda de la misma se encuentran dos sillas diminutas. «Pertenecían a la Reina Isabel y la Princesa Margarita cuando eran niñas», cuenta en voz baja el conde. Cuando la Reina Madre falleció en 2002, Simon Patrick, que entonces contaba 15 años de edad, desfiló en la comitiva formada por la familia real que acompañaba al féretro. Sobre las cómodas y los aparadores relucen las imágenes enmarcadas de la famosa familia. Fotografías del Príncipe Carlos, Duque de Rothesay, y Camilla, Duquesa de Cornwell, llegando a Glamis, la Reina Madre –su tía abuela segunda– y el Rey Jorge V junto a su bisabuelo. La fotografía debe datar de unos años antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Otra muestra a su bisabuelo, el tío de la Reina, con el uniforme de soldado de su regimiento escocés de infantería Black Watch. En aquel tiempo el castillo de Glamis había sido convertido en hospital militar, en el que la joven Isabel, más tarde Reina Madre, cuidó con mucha entrega a los heridos. Al posar su ramo de novia frente a la Tumba del Soldado Desconocido comenzó una tradición en el Reino. Numerosos miembros de la familia Bowes Lyon fueron víctimas de la guerra. Hay tanto que nos une y tanto que nos divide. «¡Cierto!», responde el conde, y no necesita decir nada más.
Regresamos atravesando las silenciosas salas del castillo, repletas de recuerdos del pasado, un alma con vida en medio de los espíritus. ¿No se siente solo en una casa tan grande?, pregunto. «No es una casa grande», responde Sam con timidez, lo que me recuerda que ha crecido en unas dimensiones distintas a las mías. El silencio no le molesta. A veces se va a Londres a pasar unos días, pero no soporta la gran ciudad y sus aglomeraciones de gente durante mucho tiempo. «Soy un hombre del campo», dice.
Se me ocurre pensar que todo esto es un préstamo de sus antepasados, que le han traspasado los privilegios y la responsabilidad solo por un breve instante de la larga historia de la familia, para que se ocupe de ellos y a su vez los traspase a las futuras generaciones de condes de Strathmore y Kinghorne. Algunas veces, el peso del pasado y del futuro debe ser agobiante. Y de pronto me acuerdo del poema de Rilke sobre el pálido principito con el ceño serio cuyo destino está escrito en los mantos y los libros de sus antepasados: «Y todo es como si ya hubiera ocurrido».
Cuando se han acostado todos me deslizo por los oscuros pasillos de regreso a la pequeña puerta de madera que he descubierto durante nuestra visita. Está incrustada en el muro de casi cinco metros de grosor de la escalera de piedra, y ha despertado mi curiosidad. Quiero saber adónde lleva. Los espíritus de Glamis me sonríen. La gruesa llave gira con facilidad y la cerradura se abre ruidosamente. Frente a mí, una escalera de mano me conduce al tejado de la nave central. De pronto estoy en el exterior, y veo sobre mí las iluminadas puntas de las torres del castillo de Glamis. La noche es oscura en Angus, los murciélagos agitan sus alas ante negras nubes, la bandera con el escudo de los condes de Strathmore y Kinghorne ondea majestuosamente por el viento. A lo lejos reconozco las Tierras Altas con sus mil tonalidades grises y desde abajo se escucha música a bajo volumen. Me asomo con cuidado sobre la barandilla y allí está nuestra Lady Misty, iluminada por la luna, por fin en su elemento. Cae una densa llovizna.
Texto Lena Siep
Fotografía Patrick Gosling