La maratón
En 1968 se celebró el primer rally Londres–Sídney. Ahora vuelve uno de los intrépidos 911 S.
Es el 911 más peculiar que jamás ha existido. Tubos y rejas cubriendo las suaves líneas de la carrocería, el elegante techo cargado de neumáticos y bidones y, en la parte trasera, un sorprendente y extravagante sistema de escape. Antes de poder apreciar la belleza de la escultura, primero hay que hacerse un poco a ella, descubrir, por ejemplo, la promesa oculta de aventuras inesperadas. Todo esto en una época en la que el mundo tenía unos problemas muy diferentes a los que tiene hoy, ya que llevar el automovilismo a lugares como Persia, Afganistán, Pakistán o la India era una hazaña totalmente épica.
Semejante espíritu aventurero en una década, la de los sesenta, que en sus inicios había sido de lo más conservador, procedía principalmente de Inglaterra. Con toda la admiración por esos recónditos parajes de la Tierra, los refinados modales y el empeño por el juego limpio, desde el primer momento quedó claro que no se buscaba organizar un evento turístico, sino automovilismo con mayúsculas. La mayor parte de los 98 participantes se habían provisto de coches de fábrica de siete países distintos preparados como Dios manda. Entre ellos también había coches ya clásicos como BMC, Simca, Hillman, Moskwitsch y DAF.
Si algo estaba más o menos claro es que, por primera vez en mucho tiempo, se abrirían las fronteras de zonas de conflicto. El Daily Express y el Sydney Telegraph, patrocinadores del rally, se habían hecho cargo de las gestiones diplomáticas. John Davenport y Gunnar Palm, copilotos profesionales, habían redactado un libro de ruta muy poco concreto en caso de duda. Por ejemplo, la elección de cómo hacer el trayecto entre Teherán y Kabul, si por el norte (a través de los montes Elburz) o por el sur (a través del desierto), se dejó a elección de los equipos.
Lo que sí se sabía también a ciencia cierta es que en el puerto de Bombay estaría esperando el «S. S. Chusan», que habría de transportar a todos los participantes que seguían en carrera hasta la costa oeste australiana. Una vez allí, se atravesaría el continente de punta a punta en una serie de etapas de sprint que constituirían la contraparte de las aventuras sin fin de la pista precedente.
En el año 1968,
Tal y como se podía deducir del aspecto acorazado de los coches, los agentes externos (impacto de piedras o canguros, de ahí la protección delantera) se consideraban el mayor peligro en el trayecto. Los 911 eran de los pocos cupés que participaban, mientras que los demás equipos podían decidir primero si preferían competir con dos o tres conductores. Dependía de las horas que podía dormir cada uno o de la fuerza para escarbar y empujar. La desventaja de ser tres era, evidentemente, el peso y la fragilidad de una dinámica de grupo que podía volverse negativa. Sea como fuere, en la línea de salida se terminó presentando más o menos el mismo número de dúos que de tríos (e incluso competía un cuarteto inglés formado por mujeres), pero al final quien se hizo con la victoria fue un grupo de tres dirigido por un escocés que consideraba la dinámica de grupo una enfermedad.
El tema más importante del rally fue la improvisación. Los equipos podían ayudarse entre sí, y aunque remolcarse estaba prohibido, empujar sí se podía. Un equipo aventajado de Cortina tuvo problemas ya después de Turín. El compañero se acercó por detrás, confiaron en las protecciones y las mantas y recorrieron por impulso el trayecto hasta Belgrado, donde los mecánicos pudieron por fin realizar una inspección técnica.
Turquía, donde por la noche se circulaba a la máxima velocidad, también era una zona delicada en aquella época, y el desierto pérsico septentrional inyectaba toneladas de arena en cada suministro de aire del motor y los frenos. Las raciones extra de aceite se tenían que conseguir en los pueblos, donde los pilotos eran bien recibidos pero no podían eludir el ofrecimiento de un té con leche agria antes de acceder al aceite. Sensacional, casi conmovedor, fue cuando se levantaron por primera vez en muchos años las barreras que separan Irán de Afganistán, cuando se atravesó Kabul y cuando Paquistán y el paso de Jáiber aparecieron abiertos como en los cuentos de tiempos pasados. En todo el mundo se habló de que el automovilismo había abierto la puerta a una nueva época de paz y esplendor.
En Paquistán y la India, donde el terreno era más llano, los conductores se toparon con un fenómeno con el que no habían contado: miles, decenas de miles, cientos de miles de personas. Personas que no tenían ni la más remota idea de lo que estaba sucediendo, pero que estaban fuera de sí, de noche y de día, que abarrotaban a veces la calzada y que, alguna que otra vez, lanzaban piedras. Eso sí, más como bienvenida que con ánimo hostil. Ni un solo acordonamiento, ni un solo agente. Conducir en actitud defensiva tampoco era la solución. ¿Acabaría uno siendo cercado y engullido por las hordas de gente? Nadie quería arriesgarse para comprobarlo. En caso de accidente no se paraban. Las estadísticas aseguraron que había sido un tramo sin incidentes.
Los nueve días de travesía en alta mar hasta la costa oeste australiana sirvieron para que los 60 equipos más o menos intactos recuperaran su forma física y moral. No así los coches, pues a bordo del barco estaba prohibido trabajar en ellos. Los 4.000 kilómetros que aún había que recorrer para llegar a Sídney habrían de ser testigos de una ardua disputa entre los líderes de la carrera, antes de que, finalmente, el equipo británico a las órdenes de Andrew Cowan llegara el primero con un Hillman Hunter.
¿Qué ocurrió con los tres
Los años setenta fueron testigos de varios rallies-maratón, incluyendo África y América del Sur. El París–
Texto Herbert Völker
Fotografía McKlein Photography
Londres–Sídney
Longitud: 11.200 kilómetros (aprox.)
Etapas: 31
Países: 11
Duración: 25 días
Nº de vehículos: 98