West End
Con Curves, Stefan Bogner ha creado una nueva dimensión en el ámbito de las guías de viaje en coche. La revista que no sabe de rectas. Viajando con él por California, hemos comprobado cuál es la esencia de sus fotografías: el purismo absoluto. Una máxima que, aparte de asfalto y paisajes, solo podía admitir otro acompañante: el nuevo 911.
En el horizonte aguardan, salvajes, las montañas del Panamint. Solo las curvas enmarcan las abruptas pendientes montañosas. Stefan Bogner vuelve a sentir ese momento tan especial, ese anhelo que ya le invadiera hace unos años, cuando compuso por primera vez Curves. «El coche es el único lugar donde encuentro la paz», revela. Para el fotógrafo no existen las medias tintas y, cuando quiere huir de la vorágine del día a día y desconectar, solo baraja dos opciones: ponerse tras la cámara o sentarse al volante. Mejor aún: ambas a la vez. En rápida alternancia.
A la hora de escoger escenarios se muestra más condescendiente. O, al menos, un poco más, pues aunque en realidad California ya hace tiempo que era un destino apetecido, aún no había dado con el coche perfecto. «No puedes explorar la madre de todos los ‹road trips› con un coche cualquiera. Solo podía ser con un nueveonce», asegura el fotógrafo de origen muniqués con la misma sonrisa que probablemente ya se le dibujaba en el rostro cuando de chaval oía un
No hay sobre la Tierra un sitio que, a su juicio, se preste mejor para «rememorar experiencias, recuerdos y anhelos, y luego reinterpretarlos», afirma Bogner, de 47 años. Nuestro punto de partida es el centro cultural de California, en Los Ángeles. No tenemos plan. De hecho, nuestra meta es no tener meta fija. Cero compromisos. Solo conducir. Sin prisa alguna.
Con el dedo sobre el disparador, Bogner comienza a buscar sus melodías, su propio sonido. Como en los viejos tiempos, cuando tocaba en un grupo. Hoy sus dedos ya no acarician teclados, sino Nikons y Leicas, creando partituras con curvas y sueños, imágenes de vacíos ingentes impregnados de deseo. Por la Highway Number One hasta San Francisco. Al «summer of love» de los hippies. Sin flores en el pelo, pero con el sol en la cara.
Silicon Valley queda solo a unos kilómetros de aquí, se respira el aire fresco. Aquí es donde se desarrolla el futuro. Por el día, los «nerds» se rompen la cabeza ideando nuevos mundos virtuales, por la tarde van a hacer surf. Surf del de verdad, del que se practica en la bahía de San Francisco. Avanzando sobre el asfalto, bordeamos la costa del Pacífico. Nos dejamos llevar por los seis cilindros y tres litros de cilindrada. Bogner filosofa comparando el descapotable con una tabla de surf que cabalga por la carretera. Cuanto más le escuchas, con más elocuencia divaga. Así, de pronto, el nuevo 911 se ha convertido en el karma de su vida, «aún más perfecto y preciso que su antecesor».
Indiferente a las divagaciones, el 911 con el motor bóxer turboalimentado sigue deslizándose por el paisaje con su nueva configuración diez milímetros más baja, su nuevo aspecto y sus láminas longitudinales en el parachoques trasero, más definido gracias a las luces en 3D.
Bogner está indeciso. «En realidad no quiero bajarme del coche, la sensación al volante es increíble», asegura. Pero ¿de qué te sirve tener el coche con turbopropulsor más bello del mundo, si solo lo observas desde dentro? Así que detiene el coche. Al final sí. Como fotógrafo de mirada amplia, no deja nada al azar y cambia el 911 por un Bell. Y es que solo desde un helicóptero se podrían conseguir mejores fotografías. Bogner busca la vista aérea «porque mis imágenes no tratan solo de viajes, también hablan de perspectivas sin límites». Primero, el Valle de la Muerte con sus rectas infinitas, sus ojos buscando como loco las curvas, un reclamo. Después, Las Vegas, la presa de Hoover, el Gran Cañón. Poco antes del desierto de Mojave, el fotógrafo vuelve a tener los pies en el suelo. Agarrando el volante, por supuesto.
Tras su breve incursión a los cielos, se deshace en elogios sobre la belleza sin límites de esta tierra, de este viaje. Sobre esas curvas de ensueño y los paisajes sin rastro de seres humanos. Ambos estamos de acuerdo: en esta zona bien podría haberse acuñado el concepto de los «viajes estéticos» de Goethe y sus andaduras por la Italia del siglo XVIII. Pero estamos en el siglo XXI, en su forma más bella, quizá.
Silencio. Inmensidad. Vacío. Las imágenes de Bogner no necesitan personas. En sus creaciones, los seres humanos son meros observadores. «Todo el mundo tiene que poder encontrar en ellas su camino, reencontrarse», reza su credo. Los objetos de sus fotografías no están preparados, pero la mirada que los observa es inequívoca. «Siempre un poco sucia, incluso poco nítida en algunos puntos», comenta. También en cuanto a la edición de fotografías es un purista: contraste, profundidad e intensidad de negros. Nada más. «Se trata de captar sentimientos», explica.
En Europa, Bogner utiliza a menudo un objetivo súper gran angular, pero en Estados Unidos cree que no tiene sentido. «Aquí los paisajes son ya de por sí mucho más vastos que, por ejemplo, un valle alpino», especifica. Para trabajar, a veces cambia la Nikon por una Leica: lente Zeiss versus objetivo Leica. Tras varios días por el desierto de Mojave, el Parque Nacional de Joshua Tree y Palm Springs damos la vuelta y ponemos de nuevo rumbo a Los Ángeles. Nuestra meta: Venice Beach, hacer un par de largos en la playa, mirar fotos, debatir sobre curvas… Un poco como antaño en la escuela, en clase de matemáticas: ondas sinusoides, máximos y mínimos, y, por supuesto, puntos de inflexión. Tangentes que ni siquiera se cortan en el infinito. O quizá sí. Tantos recuerdos y tanto asfalto terminan abriéndonos de nuevo el apetito. Y nos volvemos a poner en marcha.
Autores Tim Maxeiner, Christina Rahmes
Fotógrafo Stefan Bogner